miércoles, 26 de noviembre de 2008

COMO ULISES

El gimnasio está repleto. En la cancha, los chaiteninos; en las galerías, los portomontinos… claro, privilegios que concede la desgracia. Abrazos delatan a los que se reencuentran. Conversan, se ríen, se miran…
Las luces se apagan. El público guarda ahora silencio. El foco cae sobre la ya mediática figura de Bernardo Riquelme. Estilo y timbre conocido. Cómodo y seguro se mueve por el escenario. Presenta.

(Cierro los ojos. Su voz me transporta, inevitablemente, a ese espacio que, desde mayo y con insistencia, absorbe mis días. Entonces, las imágenes se suceden caóticas, inconexas: el mar, el humo, la plaza, el frío, los charcos, la escuela, el sonido seco de un hacha, la montaña, los perros, el viento, el río, la lluvia, los conocidos de siempre, el ciprés… y mi casa. ¡Ah…mi casa y sus rincones, sus tibiezas y sus olores!... Mi casa, mis hijos… y tú).

La banda de Balmaceda Arte Joven suena entusiasta; luego, parejas de cueca urbana ocupan el escenario, y, poco a poco, comienza a entonarse la noche. Más tarde, Mario Cárdenas, voz entrañable y popular, nos habla de una épica hasta ahora no suficientemente conocida y valorada: 1921 y las primeras familias chilotas que se instalan en el territorio. Manejando volumen y matices en gradación perfecta, nos recita a Fray Conrado y “El Poema de mi Tierra”. Enseguida, en décimas lo invoca y, enérgico, nos dice algo que necesitamos escuchar: “¡Reconstruiremos Chaitén!”. Los chaiteninos aplauden rabiosamente, silban, repiten el grito… y ese fervor se transforma en emoción apenas contenida cuando, con timidez, Nicolás La Penna canta nostálgico “Al sur de la amistad”. Ahora veo ojos que intensamente brillan en la oscuridad.

(Pienso en el pueblo que dejamos. Ése que vivíamos al ritmo de la respiración. Ése, el de los contrastes: que nos maravillaba con sus colores, formas y sonidos; que nos ahogaba, a veces, en el frío y el abandono. Ése que nos advertía –sin que lo escucháramos… sin que lo quisiéramos escuchar- de nuestras miserias, de nuestra soberbia… también de nuestra fragilidad. Ése, el risueño, luminoso y amable. Ése el duro, opaco e inhóspito. Ése… el tantas veces maldito, el tantas veces bendito. Ése, quizás más territorio que comunidad).

Inti-Illimani y el gimnasio se viene abajo. Allí están los históricos Seves, Durán, Salinas, acompañados de los nuevos. “Tatati” abre la actuación. Virtuosos, cálidos, profesionales, muestran lo mejor de su discografía: “Mercado de Testaccio”, “Samba Landó”, “Medianoche”, “Rin del Angelito”, “Mulata” y más. La gente está de pie, se desordena, se agolpa a los pies del escenario. Se fotografían, cantan voz en cuello, saltan felices… El paroxismo se alcanza con “En libertad” y “Vuelvo”. Es la catarsis, el alma elevada, engrandecida por la mejor música.

(Y pienso en el regreso. ¿Qué sentido tiene? ¿A qué vuelvo si es que vuelvo? ¿Cómo y cuándo vuelvo? ¿Forzar el retorno? Canto-grito con Seves “Camino sin fronteras quisiera ser / sin prisa ni motivo para volver”… Resuena, coincidente, Kavafis: “desea que el camino sea largo / lleno de aventuras, lleno de conocimientos”. Que este viaje obligado sea más bien una promesa, una posibilidad de crecer, una búsqueda, un aprendizaje… Sí, Chaitén, igual que Ítaca, nos da –aunque sea a partir del dolor- la belleza de la aventura. Como Ulises podemos experimentar la fascinación de explorar, de descubrir, de enfrentar nuevos y estimulantes desafíos, de fortalecernos interiormente. A lo mejor ya nunca más volvamos, pero Chaitén siempre estará en nosotros como la metáfora del cambio; sin él jamás “habríamos emprendido el camino”. Tal vez, ésa haya sido, finalmente, su única y maravillosa razón de existir).

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